jueves, 18 de septiembre de 2008

Reminiscencias

La tranquilidad del departamento es interrumpida por el abrir de la puerta. Él entra y con la certeza de quién sabe vive solo, enciende las luces y camina con pisadas fuertes. Le espero, como es mi costumbre, en un rincón del recibidor, debajo de la mesa que sostiene la charola donde arroja sus llaves.

Por lo regular él no puede verme, ninguno de ellos puede. Es curioso como hacen caso omiso a lo que sus sentidos les dictan. Contados has sido aquellos que pueden verme, oírme y sentirme. Una sorpresa desagradable tanto para ellos como para mí.

Observo como sale de la cocina y se tira en el sofá con una cerveza en la mano y el control remoto de la televisión en la otra. Recorre varios canales y al final se decide por las noticias. Salgo de mi escondite y me acerco por su espalda.

En ocasiones alguna parte de ellos, la más primitiva, les alerta sobre mi presencia. Esa parte de ellos que me puede percibir en la frontera de sus sentidos, un silencio más profundo que el resto, un escalofrío sin razón aparente o una ráfaga que pasa por el rabillo del ojo.

Él pertenece a una estirpe de hombres muy valiosa para mi especie, aquellos que hacen caso omiso a todo cuanto sucede a su alrededor. Sólo se percata de lo que le enseñaron que es el mundo. Seguro podría acercarme de frente, sin el menor cuidado, y él no se percataría de mí. Pero nunca se puede ser demasiado cauto.

Aprovecho que le da un trago a la cerveza fría para envolverlo, como de costumbre, adjudica el escalofrío a la bebida helada. Me expando para que el frío no persista, pero no lo suficiente como para dejar de sentir su calor, oler su aroma y sentir los bellos erizados de su cuerpo.

Los celtas nos llamaban “niebla trasparente”, en su lengua sonaba más sofisticado. El nombre nos fue asignado cuando los druidas se percataron de que en ocasiones había gente que no era tocada por la niebla, que esta se abría a su paso. Fue el primer golpe que recibió mi especie, una vez detectados somos vulnerables.

Conforme el noticiero avanza, me contraigo poco a poco hasta quedar a centímetros de su piel. Él va siente más frío, se dice estar cansado, y se retira a sus recámara. Después de quitarse la ropa del trabajo y vestir pijama, desploma su cuerpo en la cama, debajo de un grueso cobertor de lana. Espero a que respire de forma pausada y regular.

El Vaticano nos confundió con demonios, no los culpo, de nuevo es un problema de sensibilidad. Aquello que no ven es ángel o demonio, y ciertamente no somos ángeles, pero tampoco demonios. Estamos más allá de esas débiles criaturas que se desviven por los designios divinos.

Me regocijo en el calor de su cuerpo, siento como le irradia y me atraviesa, intenta fugarse pero el grueso cobertor no se lo permite. Poco a poco ambos entramos en calor, el primer tiempo está por terminar. Ha llegado la hora del plato fuerte.

Los orientales fueron los que nos trataron con mayor respeto, pensaban que éramos espíritus de sus ancestros y nos construyeron altares en sus hogares. De aquella época, aún permanece en mí el aprecio por el verdadero incienso.

Me poso sobre él y comienzo a alimentarme. Absorbo el calor de su cuerpo, el aroma que desprende, el ruido que hace, el aire que exhala, y más exquisito que todo lo anterior, sus sueños. Siento como cada célula de su cuerpo vibra, él despierta de golpe, desorientado. Intenta moverse pero no puede, lo tengo bien sujeto. A través del pánico de sus ojos observo como su parte primitiva intenta advertirle, pero su mente es más poderosa. En un instante regresa la calma a su rostro a la vez que piensa: Seguramente es un sueño, el cobertor es pesado y yo estoy muy cansado para moverme.

Me separo de él y lo dejo dormir plácidamente, lejos de querer terminar con su vida, deseo que tenga una vida longeva. No es fácil encontrar a los de su estirpe. Regreso a mi guarida debajo de la mesa de la entrada y mientras me hundo en el éxtasis del banquete intento recordar sin éxito cómo era que nos llamaban los nativos de América.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Odio el arroz

Odio el arroz. Antes podía desayunar, comer y cenar arroz. Lo comía de cualquier forma que estuviera preparado y era una persona feliz. Esa es una de las cosas que ha cambiado con mi suerte, ya no como más arroz y soy miserable. He visitado curas, chamanes, yoghis y brujos, ninguno puede aliviarme de mi buena suerte.

Era un citadino cualquiera. Tenía un trabajo que cumplía con las tres “C’s” del liderazgo que tanto estaba de moda: Común, Corriente y Castrante. Salía a las diez de la noche todos los días, agotado y hambriento, para refugiarme en mi hogar. Un minúsculo departamento de tres por dos metros que compartía con un centenar de cucarachas que tenían un refinado gusto por la comida orgánica. Por supuesto había intentado deshacerme de ellas, en el año que viví en ese departamento emplee más químicos de los que ha visto el ejército gringo. El resultado fueron dos visitas al hospital y una colonia de cucarachas que ingería DDT como Martinis.

Cruzaba la campante crisis existencial de la veintena de años, cuando cuelgas los ideales en el tendedero de la azotea porque van a ser más útiles a las palomas que anidan allí. Desafortunadamente una paloma mensajera decidió llevarme uno de esos inútiles ideales a mi trabajo justo cuando tenía una discusión con mi supervisora. Al menos ese día salí de trabajar a las seis y media de la noche. Llegué a mi hogar y mientras sacudía cucarachas del sillón pedí un arroz frito a domicilio a un restaurante de comida china.


Cuarenta y cinco minutos más tarde escuché un grito de sorpresa, el timbre tenía un corto. Le dí al repartidor de comida el resto de mi patrimonio y me tiré en el sillón de la sala a comer arroz. Por alguna extraña razón, la comida china era el único tipo de alimento que las cucarachas se rehusaban a comer. Tomando en cuenta que los chinos le ponen plomo a los juguetes para niños, y un químico empleado en la manufactura de anticongelante en la pasta de dientes, creo que las cucarachas son más sabias de lo que parece.


Terminé mi arroz y al juntar la basura encontré la típica galleta de la suerte. La partí a la mitad y extraje el pequeño papel que augura el destino. La leyenda era de lo más choteado: “La vuena suerte esta a la vuelta de la esquina y va en su encuentro” con faltas de ortografía y toda la cosa, mientras que del otro lado simplemente decía “Good luck is coming your way”. Con una risa burlona tiré el papel a la basura y dejé los restos de galleta en el suelo. A lo mejor una cucaracha distraída y hambrienta comía un poco y moría. Me fui a dormir, pensando en que no tenía trabajo, ni dinero y que seguramente para ese momento, gracias a mi supervisora, era considerado persona non grata por los call centers de la ciudad.


Desperté a la una de la tarde, camino a la cocina encontré un pequeño papelito pegado a la puerta del depa. Haciendo bizcos logré distinguir unas letras apenas legibles y angulosas, el papelito decía: “Gracias por todas tus atenciones, no quisimos prolongar nuestra estadía para no molestarte. Saludos, las cucarachas. P.D. Nos tomamos la libertad de llevarnos el jamón del refrigerador, ya estaba podrido y necesitamos alimento para el viaje.” Voltee a mi rededor y atónito comprobé que no había ninguna cucaracha a la vista, sino que habían limpiado mi cuchitril antes de irse. Durante una hora busqué a los insectos en cada rincón del departamento sin éxito alguno.


Y así fueron sucediendo mis días. Cada día me sucedía algo que cumplía con la característica de ser en extremo bueno e improbable. Una cosa más descabellada que la anterior, cada día mejor que el pasado. Durante un año me consideré la persona más afortunada de éste mundo, obtuve por suerte todo aquello que un hombre pudiera desear. Del segundo al cuarto año no recuerdo gran cosa, viví rodeado de excesos y complacencias. Y a cada día crecía dentro de mí un hueco, cada cosa buena que me sucedía me robaba más un pedazo de mi ser.


Fue hasta el quinto año que descubrí que era ese pozo profundo en mi alma. Yo era miserable, era un vil producto de la coincidencia. Añoré a mi supervisora de aquel trabajo de mala muerte y al nido de cucarachas en el que vivía. Seguro que esa insignificante colonia de cucarachas era más feliz que yo. Después de todo, los territorios que ocupaban, ellas lo habían conquistado, mientras que a mí las cosas me sucedían. Me encontraba perdido en la ausencia de un mérito propio.


Y así fue como comencé a buscar cualquier remedio, encantamiento, ritual o exorcismo que pudiese llegar a terminar con mi buena suerte. Y ahora diez años después, visito cuanto restaurante de comida china existe y solicito me den cuantas galletas de la suerte tienen. Aquella que me augura mala suerte aun me elude, pero tengo fe de encontrarla algún día y cuando llegue, la disfrutaré con un buen platón de arroz.

sábado, 19 de julio de 2008

En lo que canta un gallo

El primer rayo de sol se asoma tímido por el horizonte, el gallo aún no se decide si cantar o dormir cinco minutos más. Un vampiro interrumpe con su aleteo la meditación del gallo:
-Disculpe buen gallo, ¿esta usted a punto de cantar?
El gallo molesto contesta:
- ¿Por qué he de contestarle a un mamífero que aun no se mete en su cabeza que los mamíferos no pueden volar?
El vampiro contesta:
- ¿Quién es usted para criticarme? Cuando es usted un ave que no puede volar.
- Los pinguinos tampoco pueden volar… (interrumpe el vampiro)
- Es por el frío, el viento es helado donde viven… (interrumpe el gallo)
- … las avestruces tampoco… (interrumpe el vampiro)
- Prefieren tener la cabeza dentro del suelo.
El gallo en vez de interrumpir a su interlocutor, dice “sí” muy rápido al cual le sigue con su característico canto matutino. Escucha con detenimiento como el eco de su voz regresa desde el más profundo rincón del valle. Conforme con su labor voltea hacia el corral de las vacas y señalando al vampiro, petrificado por la luz del amanecer, dice:
- Chicas, no podré volar, pero seguro que me las ingenio para conseguirles una piedra de sal…

domingo, 1 de junio de 2008

Axis deus

Todas las torturas del infierno yacen representadas sobre la puerta. Al girar sobre su eje, ésta da voz a las escenas representadas en ella. No tiene cerrojo ni bisagras, se abre y cierra según ciertas reglas conocidas sólo por ella; de los pocos que conocen su existencia, ninguno se atreve a tocarla.

Su existencia y lo que hay más allá de ella son el secreto mejor custodiado de toda la creación. Solamente la realeza demoniaca es privilegiada con dicho conocimiento: Lunoc, príncipe de la fuerza, padre de la tiranía y el control; Cidor, príncipe de la crueldad, padre de la tortura y la desesperanza; y Ferka, princesa de la ilusión, madre de la corrupción y la traición.

Desde La Caída, estos tres seres dirigen los infiernos y la lucha contra la legión celeste, labor que es secundaria. Su verdadera función es ser custodios del secreto. Guardianes del monolito de mármol negro y de la puerta que lo custodia. Detractores de la voluntad divina.

Para que quede claro, hay que regresar a la época previa a La Caída. El Todopoderoso, por motivos que solo Él conoce, se rodeo de criaturas celestiales. Cada una de estas criaturas era semejante a Él en al menos un aspecto, y en mayor o menor grado. La primera y más parecida al creador pronto se convirtió en su lugarteniente. Luciel.

Cuando se desató la guerra, descubrieron que Él, no era todopoderoso como creían. Su omnipresencia se vio limitada cuando creó el primer objeto a partir de sí, y su omnipotencia en el momento en que creó el verbo. La principal beneficiada de las limitantes de Él fue Ella, la más bella de todas, quién trazó el plan que hasta hoy sigue en marcha.

Para que dicho plan funcionara, tenía que aparentar que su bando sufría la más humillante derrota. Transfigurados, huyeron y se esparcieron a lo largo de la creación. Cuando recibieron su llamado ya sólo quedaban otros tres. Llegaron al punto de reunión, Luciel yacía en el monolito detrás de la puerta. Le preguntaron por su plan y Ella se limitó a contestar que eran los únicos sobrevivientes y que era su labor formar un ejército para derrotar a los arcángeles. La existencia del monolito debía permanecer en secreto, así, tomó el corazón de cada uno como garantía.

Desde entonces Luciel yace encerrada tras la puerta y los tres príncipes de los infiernos realizan la encomienda. En un comienzo creyeron que iban a ser aplastados por Él y su ejército, pero el golpe que les atestó Luciel antes de La Caída, los había afectado terriblemente. No vieron rastros de ángel por un buen tiempo. El suficiente para amasar un ejército capaz de hacerles frente. De Él no se había vuelto a saber nada, pero seguramente vive ya que si no, no habría creación.

Después de miles de años, emerge un patrón en la guerra. Los demonios no tienen la fuerza suficiente para conquistar los cielos, pero los ángeles tampoco pueden resistir en los infiernos por mucho tiempo así que la guerra es traslada al terreno de los mortales. Sin embargo, los ángeles no dejan de invadir los infiernos. En la futilidad de sus ataques, partidas y ejércitos celestiales son masacrados constantemente. Y persisten. Buscan a Luciel.

Lunoc comanda el frente de batalla, es el gran mazo que rompe alas angelicales y demuele bastiones de pureza; Cidor mantiene el control de los avernos y rechaza las incursiones celestiales; mientras que Ferka recluta de entre los mortales y siembra la disensión entre los simpatizantes del bando contrario. Los tres se mueven al ritmo de una pieza que poco a poco ha ido diezmando la resistencia. Una pieza orquestada desde el trasfondo de los infiernos, detrás de la puerta, en el centro del monolito.

Finalmente Luciel invoca a sus regentes por segunda vez. La puerta se abre y los tres generales se internan en el monolito. La mejor descripción del interior de la piedra es que alberga maldad: pura, simple, y absoluta. No hay luz que pueda iluminar su interior, la obscuridad misma es irradiada por la más bella criatura que vio la creación. La más fría y la más temida. Ella les informa que la última batalla esta próxima, que deben preparar todo para su salida del monolito.

Ambos ejércitos se encuentran frente a frente. Los pocos mortales que yacen con vida se encuentran en las filas de un bando u otro. El espacio que les separa está cubierto de sangre seca y cadáveres, miles de años de luchas que han vuelto la tierra yerma. Aun no comienza la campaña pero es evidente quién va a ganar. Tres arcángeles avanzan extendiendo sus brazos y alas en son de paz, los tres regentes demoniacos van a su encuentro.

Los arcángeles exigen que les sea entregada Luciel, ya no les importa nada más. Cidor pregunta cuál es el interés que tienen por Ella, el arcángel responde que tienen que saber lo que le hizo a Él. Lunoc ríe con desprecio y les ordena regresar a sus filas, no quiere demorar más la carnicería. Los arcángeles se mantienen en su lugar. Ferka sonríe y en ese momento el arcángel apuñala por la espalda al que hasta entonces había hablado. Ambos ejércitos cargan.

La puerta se abre por última vez. Luciel en su magnificencia emerge del monolito. La oscuridad que irradia comienza a devorarlo todo, inclusive al ejército vencedor. La creación entera se colapsa sobre la favorita de Él.

Una puerta en medio de la nada. Una hoja lisa de un material extraño que gira sobre su eje y emite un destello que crea universos a su paso. La luz se disipa y en cada extremo de la puerta están Él y Ella.

miércoles, 7 de mayo de 2008

Al apagar la luz

La luz será apagada a pesar de sus súplicas. Con ese ademán tan cotidiano su padre, sin saberlo, le condenará a inimaginables tormentos. Tardarán en salir de su escondite diurno. Así iniciará el primer tormento, estremecerse bajo las cobijas mientras el calor se acumula y el aire se enrarece. Tendrá que arriesgarse a salir de su refugio de vez en vez para pescar bocanadas de aire fresco. Esperarán hasta que él comience a ser vencido por el sueño y entonces emergerán de la oscuridad y bloquearán las rutas de escape. Primero la puerta, después la ventana.

A pesar de sus garras afiladas, tentáculos babosos, patas de insecto y pesuñas, recorrerán el cuarto sin hacer a penas el menor ruido. Un crujido de la madera del piso delatará su presencia, él se despabilará del susto y tendrá que quedarse completamente inmóvil para que no lo encuentren. Buscarán en el closet y en los cajones, en el baúl de sus juguetes y en el cesto de la ropa sucia, pero no buscarán en la cama. Sabiendo que él se encuentra allí, medio asfixiado por el miedo y la falta de aire, dejarán la cama para el final, prolongando su sufrimiento.

Buscarán hasta que cada músculo de su víctima quede completamente impregnado de sudor y miedo, como su abuela remoja la carne en especias antes de ponerla en el sartén. Entonces tirarán de la cobija y quedará expuesto en la oscuridad, donde sólo podrá distinguir sus ojos rojos y filosas sonrisas amarillas. Su intento de gritar se verá frustrado por el pánico del que será presa y de su boca saldrá un gemido apenas audible.

Un viscoso tentáculo le tapará la boca y múltiples garras lo tomarán por las extremidades, lo levantarán de la cama por sobre sus demoniacas cabezas y lo llevarán hasta el sótano. Lo arrojarán al suelo y lo vestirán de niña, después lo pondrán a jugar con las muñecas de su hermana. Para entonces un dejo de indignación le dará el coraje suficiente para gritar, pero habrán muchas paredes entre él y sus padres. Sus torturadores reirán y al hacerlo escupirán grandes gotas de saliva verde sobre él.

Irán por su mochila de la escuela y meterán en ella un sándwich con el jamón verde y una pera podrida, pero antes destruirán las planas de caligrafía y gramática que le habían tomado toda la tarde. Su uniforme será hecho trizas: romperán las rodillas de sus pantalones, perderán su suéter, le arrancarán algunos botones a su camisa y rayarán sus zapatos. Por último romperán un tirante de la mochila y quitarán el cierre.

Cuándo se haya cansado de llorar, chuparán las lágrimas vertidas del suelo, tomarán su sangre con unos popotes y con un gancho que usaban los egipcios, según observó en la tele, le sacarán parte del cerebro por la nariz para que sólo pueda contestarle “sí” a su mamá.

En la mañana su mamá lo regañará por haber destrozado su uniforme, en la escuela se reirán de él por el estado de su mochila y la maestra le dejará sin recreo por no haber hecho la tarea. Llegará a su casa y se comerá todas sus verduras sin siquiera tomar un trago de refresco y hará su tarea sin que su mamá tenga que decírselo.

La luz fue apagada a pesar de sus súplicas. Con ese ademán tan cotidiano su padre, sin saberlo, le condenó a inimaginables tormentos. Por fortuna él, a sabiendas que tenía el tiempo encima, puso su plan en marcha. Corrió a abrir la ventana para que al llegar pensaran que ya se había ido. Vació media loción de su papá sobre las cobijas para que no lo olieran. Del baúl de sus juguetes sacó la linterna y la puso debajo de su almohada. Vació su colección de canicas alrededor de la cama. Se tapó completamente con las cobijas y dispuso un popote que había guardado durante la cena para poder respirar aire fresco toda la noche.

Repasó su plan para verificar que nada hubiera quedado olvidado. Conforme, decidió que en caso de que sus planes fallaran siempre podía hacerse pipí en la cama, a ver si entonces atrevían acercarse. Lanzando un suspiro de cansancio a través del popote pensó: Ahora si puedo dormir tranquilo.

lunes, 14 de abril de 2008

Doña Socorro de González

La gallina era degollada y su sangre vertida en una taza, entonces doña Socorro comenzaba su afamada labor; durante el cual sólo podían estar presentes ella y el interesado. Las palabras que pronunciaba debían ser llevadas a la tumba, pues provenían, decía, del mundo de los muertos y allí debían de regresar. Cualquiera que hiciese caso omiso a esta advertencia corría el riesgo de enfadar a las criaturas del más allá.

Durante los primeros años de su unión matrimonial, Don Felipe González advirtió a su esposa que su arte parecía venir del mismísimo chamuco, y que le recomendaba no practicarlo. Ella le contestó que no podía venir del chamuco, pues hasta el momento nadie, que ella supiera, había salido perjudicado. Que Diosito, lindo y hermoso, bendita sea su madre, la virgen purísima y también su hijo, que derramó su sangre para salvar a los hombres, le había dado ese don para ayudar al bien y alejar las tinieblas. Don Felipe decidió entonces criar gallinas en su granja, pero venderlas baratas, porque no quería hacer enfadar ni a Diosito, ni al chamuco.

Cualquiera que quisiera saber su suerte tenía que averiguar qué día Doña Socorro planeaba preparar mole y llevarle la gallina. Después de la lectura, solían dejar al animal muerto, ya fuese por superstición o por desinterés. Ella, que no era ni supersticiosa ni desperdiciada aprovechaba el pollo para su mole. La mayoría compraba su gallina a Don Felipe, exceptuando uno que otro que llevaba la suya.

El Padre Oscar Velásquez, cura del pueblo, el se encontraba consternado porque no se decidía a sancionar a Doña Socorro. Él sabía que la señora no cobraba dinero ni favores por su lectura, lo cual podía ser una actitud altruista o algún complot del señor de las tinieblas, cuyo nombre no se pronuncia sin riesgo de invocarlo a él y a sus huestes en nuestros frágiles corazones. También tenía conocimiento de que Doña Socorro sólo mataba las gallinas que se comía, y más importante que todo lo anterior, era una feligresa asidua que nunca faltaba al sermón y apoyaba fervientemente a la parroquia.

El Padre Oscar Velásquez, decidió llevar su gallina con Doña Socorro para probar si las palabras que ella profería tenían tinte celestial o demoniaco. Ella mató al animal y mientras lo desangraba explicó al Padre que no podía complacerle ya que su futuro estaba en manos de Diosito, lindo y hermoso, bendita sea su madre, la virgen purísima y también su hijo, que derramó su sangre para salvar a los hombres. Para compensar su negativa lo invitó a comer del delicioso mole que prepararía.

El Padre aceptó la invitación, y su corazón quedó tan satisfecho como su barriga. Semejante atracón le ayudó a pronunciarse a favor de que aquella hospitalidad y cocina, que no podían proceder del señor de las tinieblas, cuyo nombre no se pronuncia sin riesgo de invocarlo a él y a sus huestes en nuestros frágiles corazones. Para deleite de Doña Socorro la familia González adquirió en la persona del Padre Oscar un visitante regular. Siempre llegaba alrededor de la hora de la comida con una sonrisa y una botella de aguamiel.

Del vientre de Doña Socorro nacieron dos crios, un chiquillo y una nena, con minutos de separación. El parto fue difícil y robó a Doña Socorro el don de concebir hijos. Años después ella comentaría a su hija que esa noche había sangrado como las gallinas cuya sangre había leído. El chiquillo fue bautizado en honor al Padre Oscar, que Diosito siempre lo tenga a bien, mientras que la niña fue bañada con el nombre de María, como la virgencita santa, purísima madre de nuestro señor Jesucristo.

El pequeño Oscar pronto saltó del seno materno, para corretear gallos y gallinas en la granja. Don Felipe le enseñó cuanto sabía sobre el cuidado de las aves. María por su parte no se desprendió de las faldas de Doña Socorro y le asistía en las labores caseras. Las raras ocasiones en que se separaban era porque la madre realizaba una lectura, mientras la hija preparaba el mole.

Doña Socorro, a pesar suyo, era una figura importante del pequeño pueblo y los rumores sobre ella no tardaron en llegar a oídos de Oscar y María. Una noche, durante la cena, ambos chiquillos preguntaron sobre las habladurías del pueblo. Don Felipe carraspeó y fijó la mirada en su esposa, ella a su vez clavó la mirada en los pequeños, primero en Oscar y después en María. Les contestó que era un regalo de Diosito, lindo y hermoso, bendita sea su madre, la virgen purísima y también su hijo, que derramó su sangre para salvar a los hombres; eso era todo lo que debían y podían saber. Los chiquillos, a sabiendas que era más fácil hacer que un burro que hablara, abandonaron cualquier esperanza de saciar su curiosidad y dieron el tema por concluido.

Los años pasaron y los niños crecieron. Oscar se volvió un joven trabajador que dobló el tamaño de la granja al comprar un terreno contiguo donde mandó a construir una casa. Aún estando fresca la pintura de la vivienda, Oscar y Don Felipe se dirigieron a pedir la mano de una joven no bella, pero sí hacendosa, constante feligrés, y con buenas caderas pa’ tener hijos, Amalia Lerdo.

La boda duró un fin de semana completo, el Padre Oscar accedió a celebrar la misa del domingo en la explanada frente a la iglesia, donde se organizó el festejo. Amalia de González, además de no ser bella, pero sí hacendosa, constante feligrés y con buenas caderas pa’ tener hijos, era pesimista, supersticiosa y obstinada. En su obstinación tenía la firme creencia de que Doña Socorro era una bruja, por lo tanto hereje, así que siempre mantuvo cordial distancia con su suegra. El comienzo de la relación suegra-nuera se vio beneficiado por el hecho de que a pesar de que la mayoría de los alimentos del festejo contenían pollo, Doña Socorro rechazó todas las solicitudes de realizar una lectura.

Una vez terminadas las festividades, Doña Socorro visitó a María en su habitación. Respaldada por la serenidad que brinda la experiencia, le informó que Oscar y Amalia pronto tomarían el control de la granja. Don Felipe y ella estaban entrados en años, procurarían ayudar en lo posible y no ser una carga para el recién consumado matrimonio. En el futuro de la granja ya no había cabida para María. Tenía dos opciones: ya fuese esperar a ser concedida al primero que pidiera su mano, a sabiendas que no había ningún mozo en el pueblo que la mereciera; o, y aquí Doña Socorro realizó una concienzuda pausa, hacerse con el dinero que tenía guardado en la cazuela para preparar mole, trepar al camión que pasaba por la madrugada y encomendarse a Diosito, lindo y hermoso, bendita sea su madre, la virgen purísima y también su hijo, que derramó su sangre para salvar a los hombres.

María pasó la noche en vela, escuchaba los ecos de la última advertencia de su madre. Antes de salir del cuarto, mientras le daba la espalda, le había comentado que en caso de decidirse por la segunda opción no podría regresar ni escribir. Caería en la deshonra ante todos menos su madre, que oraría por ella cada día al amanecer y al anochecer.

Horas más tarde, al amanecer, María se encontraba dormida en el camión, entre sus brazos sostenía un petate con una barra de piloncillo, media docena de huevos, una jícara llena de agua y unas tortillas. El bolso de su falda contenía un puñado de billetes y monedas, una pequeña fortuna. También llevaba un rosario colgado del cuello.

En cuanto Oscar y Don Felipe partieron en búsqueda de María, Doña Socorro corrió al gallinero y sacrificó un animal. Sangre y lágrimas cayeron por igual en la taza. Tras una confusa lectura, Doña Socorro lanzó la taza contra una piedra y arrojó la gallina muerta al fogón. Juró que nunca más utilizaría su don.

domingo, 6 de abril de 2008

Siguiendo el Rastro

“No es natural que una sombra no tenga dueño, una sombra pertenece a alguien y vive y muere con su dueño”, pensaba mientras descansaba en las grietas de un edificio al despuntar el alba. Ese pensamiento invocó la memoria del suceso que le dio vida propia: Su dueño se encuentra encorvado frente a una gran máquina, se esfuerza por leer unos instrumentos. La máquina comienza a vibrar y con ella todo el cuarto, un foco rojo en el techo se enciende, su dueño da media vuelta y comienza a correr. La máquina se cuartea y aquella luz blanca comienza a escapar. Su dueño abre la puerta, pero es demasiado tarde. La luz escapa de la máquina y llena todo el cuarto. Su dueño es devorado y ella es enterrada bajo las paredes y el techo que se desmoronan.

Disfrutaba pasar el día en el parque, allí había mucha actividad: hombres y mujeres hacían ejercicio, gente mayor lanzaba palomitas o pan a los patos del lago y gran cantidad de niños corrían de un lado para otro, pero los favoritos de ella, eran aquellos que se sentaban a leer el periódico o algún libro sentados en las bancas o recostados bajo algún árbol. Ella se acercaba y escondida en alguna otra sombra leía lo que ellos leían, así había descubierto a Peter Pan y la fabulosa técnica de coser una sombra a los pies. Durante mucho tiempo buscó a la tierra de Nunca Jamás, o a los chiquillos, y aunque nunca los encontró no se desanimó ya que había un antecedente. Alguna vez a alguien le había sucedido lo mismo, podría encontrar a otra sombra con la cual estar u otro dueño que la cociera a sus pies, solo era cuestión de paciencia.

Durante las noches, sin la amenaza de la luz le sol, se dedicaba a buscar rastros de alguna otra sombra sin dueño o de algún niño que se paseara por los cielos vestido de verde, seguido de una mujercita brillante. Recorría todos los cuartos de niños y niñas que le era posible, especialmente aquellos que tenían ventanas o balcón. “Si tan sólo pudiera encontrar un rastro del polvo brillante…” se decía mientras brincaba de ventana en ventana.