lunes, 14 de abril de 2008

Doña Socorro de González

La gallina era degollada y su sangre vertida en una taza, entonces doña Socorro comenzaba su afamada labor; durante el cual sólo podían estar presentes ella y el interesado. Las palabras que pronunciaba debían ser llevadas a la tumba, pues provenían, decía, del mundo de los muertos y allí debían de regresar. Cualquiera que hiciese caso omiso a esta advertencia corría el riesgo de enfadar a las criaturas del más allá.

Durante los primeros años de su unión matrimonial, Don Felipe González advirtió a su esposa que su arte parecía venir del mismísimo chamuco, y que le recomendaba no practicarlo. Ella le contestó que no podía venir del chamuco, pues hasta el momento nadie, que ella supiera, había salido perjudicado. Que Diosito, lindo y hermoso, bendita sea su madre, la virgen purísima y también su hijo, que derramó su sangre para salvar a los hombres, le había dado ese don para ayudar al bien y alejar las tinieblas. Don Felipe decidió entonces criar gallinas en su granja, pero venderlas baratas, porque no quería hacer enfadar ni a Diosito, ni al chamuco.

Cualquiera que quisiera saber su suerte tenía que averiguar qué día Doña Socorro planeaba preparar mole y llevarle la gallina. Después de la lectura, solían dejar al animal muerto, ya fuese por superstición o por desinterés. Ella, que no era ni supersticiosa ni desperdiciada aprovechaba el pollo para su mole. La mayoría compraba su gallina a Don Felipe, exceptuando uno que otro que llevaba la suya.

El Padre Oscar Velásquez, cura del pueblo, el se encontraba consternado porque no se decidía a sancionar a Doña Socorro. Él sabía que la señora no cobraba dinero ni favores por su lectura, lo cual podía ser una actitud altruista o algún complot del señor de las tinieblas, cuyo nombre no se pronuncia sin riesgo de invocarlo a él y a sus huestes en nuestros frágiles corazones. También tenía conocimiento de que Doña Socorro sólo mataba las gallinas que se comía, y más importante que todo lo anterior, era una feligresa asidua que nunca faltaba al sermón y apoyaba fervientemente a la parroquia.

El Padre Oscar Velásquez, decidió llevar su gallina con Doña Socorro para probar si las palabras que ella profería tenían tinte celestial o demoniaco. Ella mató al animal y mientras lo desangraba explicó al Padre que no podía complacerle ya que su futuro estaba en manos de Diosito, lindo y hermoso, bendita sea su madre, la virgen purísima y también su hijo, que derramó su sangre para salvar a los hombres. Para compensar su negativa lo invitó a comer del delicioso mole que prepararía.

El Padre aceptó la invitación, y su corazón quedó tan satisfecho como su barriga. Semejante atracón le ayudó a pronunciarse a favor de que aquella hospitalidad y cocina, que no podían proceder del señor de las tinieblas, cuyo nombre no se pronuncia sin riesgo de invocarlo a él y a sus huestes en nuestros frágiles corazones. Para deleite de Doña Socorro la familia González adquirió en la persona del Padre Oscar un visitante regular. Siempre llegaba alrededor de la hora de la comida con una sonrisa y una botella de aguamiel.

Del vientre de Doña Socorro nacieron dos crios, un chiquillo y una nena, con minutos de separación. El parto fue difícil y robó a Doña Socorro el don de concebir hijos. Años después ella comentaría a su hija que esa noche había sangrado como las gallinas cuya sangre había leído. El chiquillo fue bautizado en honor al Padre Oscar, que Diosito siempre lo tenga a bien, mientras que la niña fue bañada con el nombre de María, como la virgencita santa, purísima madre de nuestro señor Jesucristo.

El pequeño Oscar pronto saltó del seno materno, para corretear gallos y gallinas en la granja. Don Felipe le enseñó cuanto sabía sobre el cuidado de las aves. María por su parte no se desprendió de las faldas de Doña Socorro y le asistía en las labores caseras. Las raras ocasiones en que se separaban era porque la madre realizaba una lectura, mientras la hija preparaba el mole.

Doña Socorro, a pesar suyo, era una figura importante del pequeño pueblo y los rumores sobre ella no tardaron en llegar a oídos de Oscar y María. Una noche, durante la cena, ambos chiquillos preguntaron sobre las habladurías del pueblo. Don Felipe carraspeó y fijó la mirada en su esposa, ella a su vez clavó la mirada en los pequeños, primero en Oscar y después en María. Les contestó que era un regalo de Diosito, lindo y hermoso, bendita sea su madre, la virgen purísima y también su hijo, que derramó su sangre para salvar a los hombres; eso era todo lo que debían y podían saber. Los chiquillos, a sabiendas que era más fácil hacer que un burro que hablara, abandonaron cualquier esperanza de saciar su curiosidad y dieron el tema por concluido.

Los años pasaron y los niños crecieron. Oscar se volvió un joven trabajador que dobló el tamaño de la granja al comprar un terreno contiguo donde mandó a construir una casa. Aún estando fresca la pintura de la vivienda, Oscar y Don Felipe se dirigieron a pedir la mano de una joven no bella, pero sí hacendosa, constante feligrés, y con buenas caderas pa’ tener hijos, Amalia Lerdo.

La boda duró un fin de semana completo, el Padre Oscar accedió a celebrar la misa del domingo en la explanada frente a la iglesia, donde se organizó el festejo. Amalia de González, además de no ser bella, pero sí hacendosa, constante feligrés y con buenas caderas pa’ tener hijos, era pesimista, supersticiosa y obstinada. En su obstinación tenía la firme creencia de que Doña Socorro era una bruja, por lo tanto hereje, así que siempre mantuvo cordial distancia con su suegra. El comienzo de la relación suegra-nuera se vio beneficiado por el hecho de que a pesar de que la mayoría de los alimentos del festejo contenían pollo, Doña Socorro rechazó todas las solicitudes de realizar una lectura.

Una vez terminadas las festividades, Doña Socorro visitó a María en su habitación. Respaldada por la serenidad que brinda la experiencia, le informó que Oscar y Amalia pronto tomarían el control de la granja. Don Felipe y ella estaban entrados en años, procurarían ayudar en lo posible y no ser una carga para el recién consumado matrimonio. En el futuro de la granja ya no había cabida para María. Tenía dos opciones: ya fuese esperar a ser concedida al primero que pidiera su mano, a sabiendas que no había ningún mozo en el pueblo que la mereciera; o, y aquí Doña Socorro realizó una concienzuda pausa, hacerse con el dinero que tenía guardado en la cazuela para preparar mole, trepar al camión que pasaba por la madrugada y encomendarse a Diosito, lindo y hermoso, bendita sea su madre, la virgen purísima y también su hijo, que derramó su sangre para salvar a los hombres.

María pasó la noche en vela, escuchaba los ecos de la última advertencia de su madre. Antes de salir del cuarto, mientras le daba la espalda, le había comentado que en caso de decidirse por la segunda opción no podría regresar ni escribir. Caería en la deshonra ante todos menos su madre, que oraría por ella cada día al amanecer y al anochecer.

Horas más tarde, al amanecer, María se encontraba dormida en el camión, entre sus brazos sostenía un petate con una barra de piloncillo, media docena de huevos, una jícara llena de agua y unas tortillas. El bolso de su falda contenía un puñado de billetes y monedas, una pequeña fortuna. También llevaba un rosario colgado del cuello.

En cuanto Oscar y Don Felipe partieron en búsqueda de María, Doña Socorro corrió al gallinero y sacrificó un animal. Sangre y lágrimas cayeron por igual en la taza. Tras una confusa lectura, Doña Socorro lanzó la taza contra una piedra y arrojó la gallina muerta al fogón. Juró que nunca más utilizaría su don.

domingo, 6 de abril de 2008

Siguiendo el Rastro

“No es natural que una sombra no tenga dueño, una sombra pertenece a alguien y vive y muere con su dueño”, pensaba mientras descansaba en las grietas de un edificio al despuntar el alba. Ese pensamiento invocó la memoria del suceso que le dio vida propia: Su dueño se encuentra encorvado frente a una gran máquina, se esfuerza por leer unos instrumentos. La máquina comienza a vibrar y con ella todo el cuarto, un foco rojo en el techo se enciende, su dueño da media vuelta y comienza a correr. La máquina se cuartea y aquella luz blanca comienza a escapar. Su dueño abre la puerta, pero es demasiado tarde. La luz escapa de la máquina y llena todo el cuarto. Su dueño es devorado y ella es enterrada bajo las paredes y el techo que se desmoronan.

Disfrutaba pasar el día en el parque, allí había mucha actividad: hombres y mujeres hacían ejercicio, gente mayor lanzaba palomitas o pan a los patos del lago y gran cantidad de niños corrían de un lado para otro, pero los favoritos de ella, eran aquellos que se sentaban a leer el periódico o algún libro sentados en las bancas o recostados bajo algún árbol. Ella se acercaba y escondida en alguna otra sombra leía lo que ellos leían, así había descubierto a Peter Pan y la fabulosa técnica de coser una sombra a los pies. Durante mucho tiempo buscó a la tierra de Nunca Jamás, o a los chiquillos, y aunque nunca los encontró no se desanimó ya que había un antecedente. Alguna vez a alguien le había sucedido lo mismo, podría encontrar a otra sombra con la cual estar u otro dueño que la cociera a sus pies, solo era cuestión de paciencia.

Durante las noches, sin la amenaza de la luz le sol, se dedicaba a buscar rastros de alguna otra sombra sin dueño o de algún niño que se paseara por los cielos vestido de verde, seguido de una mujercita brillante. Recorría todos los cuartos de niños y niñas que le era posible, especialmente aquellos que tenían ventanas o balcón. “Si tan sólo pudiera encontrar un rastro del polvo brillante…” se decía mientras brincaba de ventana en ventana.