Reminiscencias
Por lo regular él no puede verme, ninguno de ellos puede. Es curioso como hacen caso omiso a lo que sus sentidos les dictan. Contados has sido aquellos que pueden verme, oírme y sentirme. Una sorpresa desagradable tanto para ellos como para mí.
Observo como sale de la cocina y se tira en el sofá con una cerveza en la mano y el control remoto de la televisión en la otra. Recorre varios canales y al final se decide por las noticias. Salgo de mi escondite y me acerco por su espalda.
En ocasiones alguna parte de ellos, la más primitiva, les alerta sobre mi presencia. Esa parte de ellos que me puede percibir en la frontera de sus sentidos, un silencio más profundo que el resto, un escalofrío sin razón aparente o una ráfaga que pasa por el rabillo del ojo.
Él pertenece a una estirpe de hombres muy valiosa para mi especie, aquellos que hacen caso omiso a todo cuanto sucede a su alrededor. Sólo se percata de lo que le enseñaron que es el mundo. Seguro podría acercarme de frente, sin el menor cuidado, y él no se percataría de mí. Pero nunca se puede ser demasiado cauto.
Aprovecho que le da un trago a la cerveza fría para envolverlo, como de costumbre, adjudica el escalofrío a la bebida helada. Me expando para que el frío no persista, pero no lo suficiente como para dejar de sentir su calor, oler su aroma y sentir los bellos erizados de su cuerpo.
Los celtas nos llamaban “niebla trasparente”, en su lengua sonaba más sofisticado. El nombre nos fue asignado cuando los druidas se percataron de que en ocasiones había gente que no era tocada por la niebla, que esta se abría a su paso. Fue el primer golpe que recibió mi especie, una vez detectados somos vulnerables.
Conforme el noticiero avanza, me contraigo poco a poco hasta quedar a centímetros de su piel. Él va siente más frío, se dice estar cansado, y se retira a sus recámara. Después de quitarse la ropa del trabajo y vestir pijama, desploma su cuerpo en la cama, debajo de un grueso cobertor de lana. Espero a que respire de forma pausada y regular.
El Vaticano nos confundió con demonios, no los culpo, de nuevo es un problema de sensibilidad. Aquello que no ven es ángel o demonio, y ciertamente no somos ángeles, pero tampoco demonios. Estamos más allá de esas débiles criaturas que se desviven por los designios divinos.
Me regocijo en el calor de su cuerpo, siento como le irradia y me atraviesa, intenta fugarse pero el grueso cobertor no se lo permite. Poco a poco ambos entramos en calor, el primer tiempo está por terminar. Ha llegado la hora del plato fuerte.
Los orientales fueron los que nos trataron con mayor respeto, pensaban que éramos espíritus de sus ancestros y nos construyeron altares en sus hogares. De aquella época, aún permanece en mí el aprecio por el verdadero incienso.
Me poso sobre él y comienzo a alimentarme. Absorbo el calor de su cuerpo, el aroma que desprende, el ruido que hace, el aire que exhala, y más exquisito que todo lo anterior, sus sueños. Siento como cada célula de su cuerpo vibra, él despierta de golpe, desorientado. Intenta moverse pero no puede, lo tengo bien sujeto. A través del pánico de sus ojos observo como su parte primitiva intenta advertirle, pero su mente es más poderosa. En un instante regresa la calma a su rostro a la vez que piensa: Seguramente es un sueño, el cobertor es pesado y yo estoy muy cansado para moverme.
Me separo de él y lo dejo dormir plácidamente, lejos de querer terminar con su vida, deseo que tenga una vida longeva. No es fácil encontrar a los de su estirpe. Regreso a mi guarida debajo de la mesa de la entrada y mientras me hundo en el éxtasis del banquete intento recordar sin éxito cómo era que nos llamaban los nativos de América.