jueves, 18 de septiembre de 2008

Reminiscencias

La tranquilidad del departamento es interrumpida por el abrir de la puerta. Él entra y con la certeza de quién sabe vive solo, enciende las luces y camina con pisadas fuertes. Le espero, como es mi costumbre, en un rincón del recibidor, debajo de la mesa que sostiene la charola donde arroja sus llaves.

Por lo regular él no puede verme, ninguno de ellos puede. Es curioso como hacen caso omiso a lo que sus sentidos les dictan. Contados has sido aquellos que pueden verme, oírme y sentirme. Una sorpresa desagradable tanto para ellos como para mí.

Observo como sale de la cocina y se tira en el sofá con una cerveza en la mano y el control remoto de la televisión en la otra. Recorre varios canales y al final se decide por las noticias. Salgo de mi escondite y me acerco por su espalda.

En ocasiones alguna parte de ellos, la más primitiva, les alerta sobre mi presencia. Esa parte de ellos que me puede percibir en la frontera de sus sentidos, un silencio más profundo que el resto, un escalofrío sin razón aparente o una ráfaga que pasa por el rabillo del ojo.

Él pertenece a una estirpe de hombres muy valiosa para mi especie, aquellos que hacen caso omiso a todo cuanto sucede a su alrededor. Sólo se percata de lo que le enseñaron que es el mundo. Seguro podría acercarme de frente, sin el menor cuidado, y él no se percataría de mí. Pero nunca se puede ser demasiado cauto.

Aprovecho que le da un trago a la cerveza fría para envolverlo, como de costumbre, adjudica el escalofrío a la bebida helada. Me expando para que el frío no persista, pero no lo suficiente como para dejar de sentir su calor, oler su aroma y sentir los bellos erizados de su cuerpo.

Los celtas nos llamaban “niebla trasparente”, en su lengua sonaba más sofisticado. El nombre nos fue asignado cuando los druidas se percataron de que en ocasiones había gente que no era tocada por la niebla, que esta se abría a su paso. Fue el primer golpe que recibió mi especie, una vez detectados somos vulnerables.

Conforme el noticiero avanza, me contraigo poco a poco hasta quedar a centímetros de su piel. Él va siente más frío, se dice estar cansado, y se retira a sus recámara. Después de quitarse la ropa del trabajo y vestir pijama, desploma su cuerpo en la cama, debajo de un grueso cobertor de lana. Espero a que respire de forma pausada y regular.

El Vaticano nos confundió con demonios, no los culpo, de nuevo es un problema de sensibilidad. Aquello que no ven es ángel o demonio, y ciertamente no somos ángeles, pero tampoco demonios. Estamos más allá de esas débiles criaturas que se desviven por los designios divinos.

Me regocijo en el calor de su cuerpo, siento como le irradia y me atraviesa, intenta fugarse pero el grueso cobertor no se lo permite. Poco a poco ambos entramos en calor, el primer tiempo está por terminar. Ha llegado la hora del plato fuerte.

Los orientales fueron los que nos trataron con mayor respeto, pensaban que éramos espíritus de sus ancestros y nos construyeron altares en sus hogares. De aquella época, aún permanece en mí el aprecio por el verdadero incienso.

Me poso sobre él y comienzo a alimentarme. Absorbo el calor de su cuerpo, el aroma que desprende, el ruido que hace, el aire que exhala, y más exquisito que todo lo anterior, sus sueños. Siento como cada célula de su cuerpo vibra, él despierta de golpe, desorientado. Intenta moverse pero no puede, lo tengo bien sujeto. A través del pánico de sus ojos observo como su parte primitiva intenta advertirle, pero su mente es más poderosa. En un instante regresa la calma a su rostro a la vez que piensa: Seguramente es un sueño, el cobertor es pesado y yo estoy muy cansado para moverme.

Me separo de él y lo dejo dormir plácidamente, lejos de querer terminar con su vida, deseo que tenga una vida longeva. No es fácil encontrar a los de su estirpe. Regreso a mi guarida debajo de la mesa de la entrada y mientras me hundo en el éxtasis del banquete intento recordar sin éxito cómo era que nos llamaban los nativos de América.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Odio el arroz

Odio el arroz. Antes podía desayunar, comer y cenar arroz. Lo comía de cualquier forma que estuviera preparado y era una persona feliz. Esa es una de las cosas que ha cambiado con mi suerte, ya no como más arroz y soy miserable. He visitado curas, chamanes, yoghis y brujos, ninguno puede aliviarme de mi buena suerte.

Era un citadino cualquiera. Tenía un trabajo que cumplía con las tres “C’s” del liderazgo que tanto estaba de moda: Común, Corriente y Castrante. Salía a las diez de la noche todos los días, agotado y hambriento, para refugiarme en mi hogar. Un minúsculo departamento de tres por dos metros que compartía con un centenar de cucarachas que tenían un refinado gusto por la comida orgánica. Por supuesto había intentado deshacerme de ellas, en el año que viví en ese departamento emplee más químicos de los que ha visto el ejército gringo. El resultado fueron dos visitas al hospital y una colonia de cucarachas que ingería DDT como Martinis.

Cruzaba la campante crisis existencial de la veintena de años, cuando cuelgas los ideales en el tendedero de la azotea porque van a ser más útiles a las palomas que anidan allí. Desafortunadamente una paloma mensajera decidió llevarme uno de esos inútiles ideales a mi trabajo justo cuando tenía una discusión con mi supervisora. Al menos ese día salí de trabajar a las seis y media de la noche. Llegué a mi hogar y mientras sacudía cucarachas del sillón pedí un arroz frito a domicilio a un restaurante de comida china.


Cuarenta y cinco minutos más tarde escuché un grito de sorpresa, el timbre tenía un corto. Le dí al repartidor de comida el resto de mi patrimonio y me tiré en el sillón de la sala a comer arroz. Por alguna extraña razón, la comida china era el único tipo de alimento que las cucarachas se rehusaban a comer. Tomando en cuenta que los chinos le ponen plomo a los juguetes para niños, y un químico empleado en la manufactura de anticongelante en la pasta de dientes, creo que las cucarachas son más sabias de lo que parece.


Terminé mi arroz y al juntar la basura encontré la típica galleta de la suerte. La partí a la mitad y extraje el pequeño papel que augura el destino. La leyenda era de lo más choteado: “La vuena suerte esta a la vuelta de la esquina y va en su encuentro” con faltas de ortografía y toda la cosa, mientras que del otro lado simplemente decía “Good luck is coming your way”. Con una risa burlona tiré el papel a la basura y dejé los restos de galleta en el suelo. A lo mejor una cucaracha distraída y hambrienta comía un poco y moría. Me fui a dormir, pensando en que no tenía trabajo, ni dinero y que seguramente para ese momento, gracias a mi supervisora, era considerado persona non grata por los call centers de la ciudad.


Desperté a la una de la tarde, camino a la cocina encontré un pequeño papelito pegado a la puerta del depa. Haciendo bizcos logré distinguir unas letras apenas legibles y angulosas, el papelito decía: “Gracias por todas tus atenciones, no quisimos prolongar nuestra estadía para no molestarte. Saludos, las cucarachas. P.D. Nos tomamos la libertad de llevarnos el jamón del refrigerador, ya estaba podrido y necesitamos alimento para el viaje.” Voltee a mi rededor y atónito comprobé que no había ninguna cucaracha a la vista, sino que habían limpiado mi cuchitril antes de irse. Durante una hora busqué a los insectos en cada rincón del departamento sin éxito alguno.


Y así fueron sucediendo mis días. Cada día me sucedía algo que cumplía con la característica de ser en extremo bueno e improbable. Una cosa más descabellada que la anterior, cada día mejor que el pasado. Durante un año me consideré la persona más afortunada de éste mundo, obtuve por suerte todo aquello que un hombre pudiera desear. Del segundo al cuarto año no recuerdo gran cosa, viví rodeado de excesos y complacencias. Y a cada día crecía dentro de mí un hueco, cada cosa buena que me sucedía me robaba más un pedazo de mi ser.


Fue hasta el quinto año que descubrí que era ese pozo profundo en mi alma. Yo era miserable, era un vil producto de la coincidencia. Añoré a mi supervisora de aquel trabajo de mala muerte y al nido de cucarachas en el que vivía. Seguro que esa insignificante colonia de cucarachas era más feliz que yo. Después de todo, los territorios que ocupaban, ellas lo habían conquistado, mientras que a mí las cosas me sucedían. Me encontraba perdido en la ausencia de un mérito propio.


Y así fue como comencé a buscar cualquier remedio, encantamiento, ritual o exorcismo que pudiese llegar a terminar con mi buena suerte. Y ahora diez años después, visito cuanto restaurante de comida china existe y solicito me den cuantas galletas de la suerte tienen. Aquella que me augura mala suerte aun me elude, pero tengo fe de encontrarla algún día y cuando llegue, la disfrutaré con un buen platón de arroz.